Un ejército de mercenarios invade Aldea Pereza. Ninguno de los nativos mueve un dedo por defender el hogar. Los mercenarios miran, incrédulos, cómo los vecinos dormitan al amparo de las sombras y bostezan ante la evidencia del saqueo. Sólo el alcalde consigue levantar un dedo tímidamente acusador ante los invasores, y balbuce unas palabras para decirles, básicamente, que la infección que padecen es contagiosa y muy rápida.
A los mercenarios no les da tiempo a comprender. Al poco, caen exhaustos bajo el peso de las arcas repletas de monedas.
Dentro de un tiempo, preocupado por su ausencia, el rey que contrató a los mercenarios enviará otra horda a Aldea Pereza para averiguar qué ha ocurrido, y todo volverá a empezar.
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