Cuando era pequeña, una cucaracha entró volando por la
ventana de mi cuarto y se estrelló contra mi frente. Yo vivía en una casa de
planta baja, cerca del mar.
Con los años fui desarrollando una especie de superpoder que
consistía en intuir la presencia de las señoritas
nocturnas. En la oscuridad, era capaz de oír el fru frú de sus excursiones
por las habitaciones. Si habían conectado un aparato de ultrasonido, oía su
aleteo desesperado, su agonía bajo mi cama.
Durante años me libré de ellas, porque huí a un clima más
frío y seco. Pero, al final, regresé a la costa. Ellas volvieron a mi vida.
Aprendí a matarlas de
forma discreta, con la luz de la linterna de mi móvil y un único golpe certero
–para que mi hija de cinco años no se despertase con el jaleo-. Aprendí que la
eficacia residía en el hecho de no tener miedo, de vencer el asco.
Luego conocí los textos de la escritora rusa Anna
Starobinets, que en uno de sus cuentos planteaba una hipótesis terrorífica y
genial. Una familia decide que, para que una especie se extinga, tiene que ser
porque el ser humano la consuma. Así ha sido siempre. Y por qué no iba a
cumplirse esa premisa con las cucarachas. Deciden, pues, consumirlas.
Cocinarlas. Incluirlas en la dieta.
Wall-E tenía una amiga cucaracha biomecánica. Era
encantadora.
Luego está Gregor Samsa, aunque quizá él era más bien un
escarabajo (los escarabajos son divertidos).
La cuestión es que la cucaracha resulta ser una criatura de
lo más literario. Cada una de ellas encierra en sí misma una pequeña historia
de terror.
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